Los novelistas veían el adulterio como un hecho social más que individual, por lo que estas novelas invitaban a la reflexión en una época donde los matrimonios concertados eran lo más habitual, donde la mujer recibía una educación insuficiente (las heroínas esperan una educación por parte de sus cónyuges dada su habitual juventud al contraer matrimonio, como en el caso de Effi Briest), o una educación inadecuada (casos de Ana Ozores o Emma Bovary, educadas aquella desordenadamente y esta por encima de su nivel social1), una época donde la lectura exacerbada de novelas románticas provocaba una serie de ideales en la mujer que fatalmente podían encajar en una sociedad hipócrita e injusta… Y tal vez para reflejar mejor todo ello, como señala José Carlos Mainer, «la narración de los adulterios hace más hincapié en las escenas de seducción, en los motivos de la insatisfacción femenina, en el primer enfrentamiento de los cónyuges, en la repercusión social de la noticia, en el drama del casado engañado o en el triste destino de la heroína»2.
Ciertamente la mujer de la novela de la segunda mitad del XIX incurre en adulterio principalmente por esos motivos: una educación inadecuada y una lectura excesiva de novelas románticas que conllevan a una serie de ideales que, al no verse reflejados en la realidad, conducen a la frustración (George Sand pone de moda el concepto de “mujer incomprendida” frente al modelo de esposa y madre). Todo ello provoca monotonía, rutina, aburrimiento ante la vida, el tedio famoso del que todas las heroínas de estas novelas se quejan. Expresiones como “hastío eterno” o “tedio horroroso” podemos verlas en La Regenta, y en pensamientos de Ana Ozores, que van más allá al considerar su existencia como una estupidez (“¡Qué vida tan estúpida!”3).
El fantasma del adulterio que comienza a rondar por la mente de estas mujeres hace que presten más atención a quienes les rodean. No tardan en hallar a un hombre en cuya apariencia o carácter ven un ideal; un ideal forjado en novelas románticas que abonan el terreno de la seducción. Ellas entonces comparan su vida actual con lo que podrían llegar a vivir e, inevitablemente, desprecian su existencia, se avergüenzan incluso de sus maridos. Y ese rechazo íntimo al medio es definitivo para avanzar un paso hacia el engaño, hacia la sutil promesa de una nueva vida. O simplemente hacia el placer que las exima de la realidad.
A toda esta lucha interior hay que añadir la destructiva influencia del medio social y cultural. La doble moral imperante en la sociedad castiga a la mujer casada que abandona a su marido después de haber cometido adulterio, mientras que deja impune al hombre que la ha seducido. El castigo a sus heroínas es, por otra parte, algo que dejan patente todos los autores mencionados. Así, una Emma Bovary desdeñada por sus amantes4 se suicida por ingesta de arsénico debido a las deudas contraídas; Anna Karenina, acosada por los celos, la falta de interés de Vronski y el desprecio de la sociedad, se lanza a las vías del tren; Luisa5 muere de fiebres nerviosas (raro es la protagonista adúltera que no padece de fiebres nerviosas)… Sin olvidar los duelos, y sus consecuencias, entre maridos y amantes6.
Por tanto, simbólicamente la gran mayoría de las relaciones adúlteras en estas novelas tienen como principio y fin la sangre: Rodolphe vio por primera vez a Emma Bovary sobre una palangana de sangre y sobre un fondo de sangre se conocen Anna Karenina y Vronski. Pasión y muerte, siempre unidas. Incluso ya bien entrado el siglo XX, D. H. Lawrence en su novela El amante de lady Chatterley hace que su heroína, Constance Chatterley y Oliverio Mellors, el guardabosques, principien su relación con sangre de por medio7.
Sin embargo, bajo cierta perspectiva, algunas quedan redimidas en su culpa. Por ejemplo: Melanie de Caparoux8 es perdonada por su marido, Ezequiel van der Straaten -quien comprende que su mujer no se casó con él por amor-, y por la sociedad al quedar patente que el amor entre Melanie y su amante, Ebenezer Rubehn, es sincero, real, y no simplemente físico. Effi Briest9 es víctima de los convencionalismos sociales pero muere perdonando a quienes la dañaron. Y Ana Ozores, que solo en apariencia queda derrotada por la sociedad, puesto que Vetusta no logra domeñar su alma. Ana recibe un castigo material que hace resaltar aún más su victoria moral sobre Vetusta. Y no deja de ser curioso el hecho de que no sea Ana quien reciba el castigo, sino su marido, Víctor Quintanar. Este muere en el duelo que le enfrenta al amante de su mujer. Probablemente con este desenlace Clarín quiso dejar patente la irracionalidad de los presupuestos morales de Vetusta.
En consecuencia a esa irracionalidad, la sociedad no perdona la falta de hipocresía en las heroínas. El medio social las va cercando hasta el fatal desenlace. Así, el suicidio de Anna Karenina nos da la clave sobre la dificultad de realizarse o de alcanzar la felicidad en relación a la moral pública. Dificultad, que no imposibilidad, pues Tolstoi desarrolla una historia en paralelo a la del grupo Anna – Vronski – Karenin, la de Liovin y Kitty Scherbatski -con Vronski como vértice y punto de unión de ambos grupos10-. Mediante la contraposición de ambos núcleos argumentales el autor nos brinda su mensaje moral, que no es otro que el de demostrar que el matrimonio que no se basa en el equilibrio entre amor físico, en la capacidad de sacrificio y en el mutuo respeto está abocado al fracaso. Esta es la razón del por qué las relaciones entre Anna y Karerin y entre Anna y Vronski fracasan. El amor no puede ser exclusivamente carnal, porque eso implica egoísmo, y el egoísmo no crea, destruye. Un concepto similar plantea Theodor Fontane cuando hace que, en su obra La adúltera, Melanie y Rubehn sean perdonados por la sociedad.
Por otra parte, sería una inmoralidad por parte de las sociedades en las que viven Ana Ozores o Anna Karenina que se las castigara por enamorarse de un hombre que no es su marido, puesto que las damas elegantes de esas sociedades estaban envueltas en sus propias aventuras adulterinas, aunque siempre en secreto, bajo un tupido velo… como Emma Bovary, que siempre que se cita con sus amantes jamás se olvida de llevarlo. Mujeres con esa doble moral del engaño y que tratan de incitar a las heroínas las encontramos, por ejemplo, en las figuras de Visitación o Leopoldina (en La Regenta y El primo Basilio, respectivamente). Pero Anna no lleva el velo del engaño, es una mujer franca, transparente. Y son precisamente su franqueza y su transparencia las que la llevan al desastre.
Como decíamos anteriormente, la sociedad no perdona la falta de hipocresía, pese a que sus decretos sean temporales y varíen según las épocas. La moderación de las conveniencias burguesas acaba por imponerse para ocultar los males que corroen a la sociedad; una sociedad que, debilitada por sus solapados comportamientos morales, acaba por denunciar a la literatura romántica, pues desde el punto de vista del Realismo y del Naturalismo, estas obras constituyen en su mayoría una denuncia ideológica de los desequilibrios y excesos del Romanticismo. Y las víctimas son las mujeres. Mujeres que buscan rehacerse a sí mismas y que para ello han de huir de la falsedad de la situación que las rodea, pero cuya falta de educación como seres independientes les corta las vías de escape, e inevitablemente, yerran en sus actitudes. Ellas caen, y les sobreviene el castigo. Aunque no conviene olvidar que fueron novelas escritas por hombres que, si bien trataron de poner en tela de juicio el papel de la mujer en la sociedad decimonónica, también inevitablemente como hombres trataron de ahondar en la psicología femenina, recreando desde su perspectiva masculina el papel de la mujer insatisfecha que no se conforma con su restringida posición tradicional dentro del matrimonio y que aparentemente solo piensa en evadirse del aburrimiento y de una existencia sometida a unas reglas impuestas, en su mayor parte, por el hombre.-