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  1. El licenciado Cabra, más popularmente conocido como Dómine Cabra, es un personaje de la novela
    Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños
    de
    Francisco de Quevedo y Villegas.



    El dómine Cabra era de Segovia, o al menos allí se había instalado para establecer su colegio de pupilos. Hijo de boticario, se había hecho clérigo, pero
    "clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro. La habla hética, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese. Cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria." (Capítulo III)

    Este insuperable licenciado Cabra no era hombre muy
    dado a los grandes discursos, porque con ellos se gasta tiempo, y aún saliva y voz. Era parco en palabras y economizaba las que podía. Despreciaba sin miramiento alguno a los gatos porque por todos es sabido que esos bichos son poco amigos de "ayunos y penitencias", y siendo el Cabra hombre tan pío..., bien pudiera ser que corriera el riesgo de ser confundido por algún felino hambriento de más y con melindres culinarios de menos. Melindres de los que él carecía, por cierto, pues este "gran adulador de legumbres" a menudo solía recitar como una letanía aquello de que "no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula". Algo de gato tendría, pues siempre que bebía los posos de la olla acababa poniéndose perdido de caldo, y enseguida procedía a lamerse con la lengua los bigotes a fin de no perder ni gota.

    Y también algo mal de vista debía andar, porque se holgaba de ver comer a sus pupilos cuando éstos apenas tenían qué llevarse al coleto; aunque él se refocilaba igualmente.

    Tenía el dómine una
    "caja de hierro, toda agujereada como salvadera, abríala y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase, y tornábala a cerrar, y metíala colgando de un cordel en la olla, para que lla diese algún zumo por los agujeros, y quedase para otro día el tocino. Parecióle después que, en esto, se gastaba mucho, y dio en solo asomar el tocino a la olla. Dábase la olla por entendida del tocino y nosotros comíamos algunas sospechas de pernil". (Capítulo III)

    Desde luego, no se le puede negar a este ejemplo personificado de la "protoroñez" la astucia para ingeniar unas artimañas tan extraordinarias con el fin de no alimentar a sus pupilos... ¡Ah, Dómine Cabra, pobre miserable criatura, que dormías de un solo lado por no gastar las sábanas!


  2. La abuela española de Lolita Haze

    viernes, 15 de enero de 2010

    Hace unos meses, organizando los libros de mi biblioteca, redescubrí un libro de relatos de Armando Palacio Valdés titulado Polifemo. Es una edición de abril de 1983, publicada por la editorial Bruguera (qué tesoros no publicaría esa editorial por aquellas décadas), con ilustraciones de Mabel Álvarez. Costaba 200 pesetas... El caso es que lo estuve hojeando. Tiene algunos títulos que me parecieron muy seductores, como El crimen de la calle Perseguida o El potro del señor cura. Pero lo que me decidió a leer uno de esos ocho relatos se debió a una serie de ilustraciones -que veréis a lo largo de este artículo- que me recordaron mucho a la historia de Lolita de Vladimir Nabokov. Ese cuento lleva por título Los puritanos. En aquel mismo intante comencé a leerlo, desde luego: la curiosidad me pudo. Y me llevé una sopresa al ver que este cuento guardaba ciertas conexiones con la obra maestra de Nabokov.

    La historia es la siguiente:

    El narrador, que vive solo en una pensión de Madrid, accede por falta de espacio a compartir sus habitaciones durante unos días con un desconocido, don Ramón, un hombre que llega a la capital para gestionar algunos asuntos de familia. Pronto congenian y descubren que tienen bastantes cosas en común, como por ejemplo cantar mientras realizan sus abluciones. Don Ramón casi siempre tararea un fragmento de la ópera Los puritanos (I puritani) de Vincenzo Bellini, aquella parte en la que Ricardo dice (acto I):

    Bel sogno beato
    Di pace e contento,
    O cangia il mio fato,
    O cangia il mio cor.
    Oh! Come è tormento
    Nel dì del dolore
    la dolce memoria
    D´un tenero amor...

    Al ser cuestionado por esa pequeña manía matutina, don Ramón cuenta su historia. Y es que cuando contaba con 29 años tuvo que hacer un viaje de algunos días a Madrid. Un día, en uno de sus paseos diarios por la capital, una muñeca le golpeó en la cabeza. Al mirar hacia arriba descubrió en un balcón a una niña de mirada aterrada. Él, solícito y caballeroso, le subió la muñeca, pero la muchacha, tras un tímido "¡gracias, señor!", le dió con la puerta en las narices. Don Ramón regresó decepcionado a la calle, pero aún no había avanzado una docena de pasos cuando volvió la mirada hacia el balcón, embrujado por la belleza de la pequeña. Y allí estaba ella, mirándo cómo don Ramón se alejaba.
    Desde ese día ambos comienzan un juego de encuentros y desencuentros, ella siempre asomada a su balcón, él siempre rondando su calle. Don Ramón comienza a sentir
    hacia la niña una pasión tan febril que apenas puede explicarse. Durante varios días
    "(...) se generalizó por entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado, por lo que a mí respecta - narra don Ramón-, de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo".

    Se siente avergonzado de su actitud: es un hombre casado, tiene hijos, vive en Valencia, es solo un ave de paso en Madrid, y está enganchado de una niña de 13 años, ¡él, a sus 29!... "¡Cual sería el dolor de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido anda por la Corte enamorando chiquillas!". Sin embargo, está vencido. Llega un momento en el que no soporta más la tensión y le escribe una nota que, envuelta en una moneda, arroja al balcón de la muchacha como quien lanza una botella al mar: "Me gusta usted muchísimo", le dice. Y el
    la no tarda en responderle: "Tan bien ustez me gusta a mí, no crea que juego con muñecas, era de mi hermana". En otra nota le dice que se llama Teresa, y así se inicia un intecambio de mensajes. Pero Ramón se siente culpable y decide olvidar a Teresa. Durante varios días ni se atreve a pasar por la calle Infantas, la de Teresa. Incluso llega a olvidarla.
    Un atardecer, sin embargo, se ve obligado a pasar por allí. Anda deprisa, mirando al suelo y, de pronto, un brazo en su brazo. Se gira y se encuentra de frente a Teresa, con la mirada risueña y con gesto de reconvención: dónde ha estado, por qué no ha ido a verla. Don Ramón se siente morir, pero accede a llevarla a pasear. Durante tres horas estarán juntos. Pasarán por delante del Teatro Real y entrarán, atraídos por la música, Los puritanos de Bellini.

    Tras el teatro, él la lleva de regreso a casa. Ella se despide con un beso hasta el día siguiente y él, al escuchar pisadas y ver que la niña ya entró en el portal, sale huyendo de allí, dispuesto a no regresar jamás. Pero ya para siempre aquella tarde estará inmortalizada en su recuerdo, pues la ópera que escuchó junto a Teresa
    quedará grabada en su memoria, y al cabo de 20 años aún la tarareará recordando a aquella niña que con tanta docilidad consiguió enamorar...



    Tras esta lectura me dió por fantasear e imaginar la vida de Teresa después de
    aquel atardecer. Ellos eran de Jerez, Teresa había nacido allí, solo un año llevaban en Madrid. Viajaban. ¿Por qué no iba a tener su padre un destino en América, pongamos por caso? Allí Teresa crecería, se casaría, tendría hijos. Quizás su marido se llamara Haze. Quizás a su hijo le pusieran Harold E. Haze, quien con el tiempo se casaría con Charlotte Becker, y ambos fueran padres de Dolores Haze, Lolita, quien fue engendrada en México.

    Sería rizar el rizo: Teresa, nínfula; Charlotte, nínfula (su marido tenía 22 años más que ella y la conoc
    ió siendo muy joven); Lolita, nínfula, hija y nieta de nínfulas.
    En el relato de A. Palacio Valdés se especifica que el encuentro entre don Ramón y Teresa tuvo lugar en el año 1858, cuando ella contaba con 13 años y dos meses. Lolita nació el 1 de enero de 1935. Así, cuando Lo nació, su abuela tendría 90 años.

    Imaginaciones aparte, las similitudes entre Los puritanos de Armando Palacio Valdés y Lolita de Vladimir Nabokov son bastante llamativas, salvando la distancia de las épocas y los países. Por ejemplo: las coincidencias entre los personajes de Don Ramón y
    Humbert Humbert:
    • Don Ramón es "un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática" y por su parte, lo mismo se podría decir de Humbert.
    • Los dos se habían casado jóvenes y ambos, en algún momento de sus vidas, se arrepienten de haberse precipitado tanto, si bien Humbert al conocer a Lo es viudo y Ramón aún está casado. (Quiere a su mujer, es la madre de sus hijos, pero no está enamorado de ella... ¿Sería también una ex nínfula?)
    • Ninguno sobrepasa la edad de los 50 años al contar o escribir su historia.
    • Existe una considerable diferencia de edad entre Humbert y Lolita (25 años) y don Ramón y Teresa (16 años).
    • Ambos descubren a sus nínfulas en lugares de cierta carga simbólica: en balcón, un patio trasero ajardinado. Lugares desde donde espían el mundo.
    • Una carta les devuelve a la realidad: a Humbert la carta que le escribe Charlotte, la madre de Lolita, cuando se la lleva al campamento Q; a don Ramón una carta de su mujer, que le hace meditar sobre la situación de falso cortejo a una niña.
    • Y lo que me parece más curioso: el papel de la música en ambas historias. Para Humbert y Lo es una canción estúpida, pegadiza, titulada Carmen (tal vez en honor de la Carmen de Bizet o la de P. Merimée); para Ramón y Teresa, Los puritanos de Bellini. Y es en ambas escenas cuando ellos consiguen tocar a sus nínfulas... Es inolvidable aquella escena del sofá en la novela de Nabokov, cuando Lolita coloca las piernas sobre Humbert mientras tatarea una canción y mordisquea una manzana. En el relato, Don Ramón se atreve a acariciarle la mano a Teresa mientras ella apoya su cabeza en el hombro de él, al tiempo que escuchan la música en el Teatro Real.

    La llamada de la sangre entre Teresa y Lolita tampoco carece de importancia. Ambas, sin haberlo aprendido, saben elaborar ardides para engañar o conseguir lo que desean del hombre, como hacerse las encontradizas, por ejemplo. O conseguir llamar sus atenciones: Teresa deja caer la muñeca adrede para que Ramón la viera arriba, en el balcón ("Yo pensé que cuando le dejé caer la muñeca encima..."). Además, las dos en el contacto físico se muestran pasivas, se dejan hacer. Es la falta de experiencia. Sobre ese punto hay una frase que don Ramón piensa y que es bastante esclarecedora: "Su inocencia era un velo espeso que nos impedía ver el riesgo que corríamos".


    Puede que solo sean imaginaciones. Puede. Pero me gustó imaginar la posibilidad de que Nabokov leyera este relato escrito por uno de nuestros autores más importantes del siglo XIX...


  3. El corazón es un cazador solitario

    jueves, 7 de enero de 2010

    El corazón es un cazador solitario (1940) de Carson McCullers

    Creo que el principal problema que se plantea en esta novela es la necesidad de comunicación. Todos los personajes tratan de cubrir esa necesidad, pero existe algo que impide que esa comunicación sea, si no perfecta -eso implicaría capacidad de comprensión por parte de emisor y receptor y ya sería pedir demasiado-, por lo menos apta: el egoísmo. En su mayoría estos personajes no ven más allá de su ombligo, ni tan siquiera quienes parecen ser más afines... Jake Blount y el doctor Benedict Mady Copeland y sus búsquedas de la Verdad, por ejemplo. Aquel preocupado por los abusos del capitalismo y éste por la superpoblación. Nadie les hace caso. Me he pasado toda la novela deseando que se encuentren, se conozcan, intercambien sus ideas..., y sin embargo, cuando por fin ésto sucede (segunda parte, capítulo 13), la cosa falla. Es por ese egoísmo que malogra el canal y el entendimiento mutuo. Copeland y Blount se pisan el uno al otro, tratan de imponerse sin ser capaces de aceptar que en algo tienen que ceder si quieren alcanzar una posición desde la que luchar unidos. Pero ninguno cede un ápice. Y acaban como acaban.


    Algo similar sucede entre Biff Brannon y Mick Kelly. Estoy segura de que hubieran llegado a ser grandes amigos e incluso, a la larga -¿por qué no?-, compañeros, una buena pareja. Tal vez Mick consiguiera aprender a tocar el piano, comprarse uno de segunda mano con el dinero de sus ahorros, tal vez tocara en el local de Biff, el café Nueva York. Pero no se ven, no se oyen, no se huelen y siguen solos, cada cual buceando en sus aguas. Brannon la ve, pero no es capaz de darle a entender nada a la chica. No sabe, no puede comunicarse, o quizás espera a que Mick crezca. Sin embargo se desilusiona cuando comprueba que ella ha dejado la inocencia atrás. Entonces Biff olvida, solo.
    Todos ellos, Jake Blount, Benedict M. Copeland, Biff Brannon y Mick Kelly, todos, tienen voz y hablan, hablan, hablan y no paran de pensar, continuamente. Jonh Singer le escribe en una carta a Spiros Antonapoulos que "tienen siempre tantas cosas en su cabeza que no les dejan descansar". Ni escuchar tampoco. Están sordos. "Todo el mundo está ciego, mudo, obstuso..., estúpido y mezquino", piensa Blount en el cap. 4 de la primera parte. Se limitan a interpretarse los unos a los otros, y casi siempre mal. Hay interferecias comunicativas que surgen del propio egoísmo inconsciente.

    Paradojicamente es John Singer, un sordomudo, el único personaje que sabe escuchar (Antonapoulos no departe con el resto de personajes). Aunque solo es pura apariencia: tampoco él se comunica bien con el resto. Nunca habla de sí mismo -como hacen de forma continua los demás-, solo se limita a interpretar en silencio, a cumplir deseos, a crear de forma inconsciente en la mente de los demás una imagen de hombre comprensivo, de interlocutor ideal. Ofrece un reflejo de lo que quieren ver los demás, que por ello se sienten asimilados y comprendidos por Singer. Ellos, por su parte, no le dan nada a cambio. Singer le dice a Antonapoulus que ellos le ayudan a mantener la mente lejos de la soledad. Ya es algo, pero no es suficiente. La prueba es su suicidio tras comprender que sin su "único amigo" jamás nadie le escuchará a él. Antonapoulus, dentro de su idiotez o locura, podía reaccionar bien o mal ante lo que Singer le contara, pero siempre atendía a las manos de su amigo, durante horas y sin descanso. El griego es para Singer lo que le ata al mundo, exactamente lo mismo que lo que Singer es para Blount, Copeland y Mick: un oyente que escucha en silencio y sin emitir opiniones. Alguien que materializa su trozo de sí mismo en el mundo. Que le da sentido.

    Pero, ¿Singer comprende lo mucho que ayuda a los demás? Yo creo que sí. Y tal vez también perciba que los demás no le piensan como individuo, sino como instrumento para alcanzar la paz y el sosiego. Sacan de Singer lo que
    necesitan: ser escuchados y sentirse comprendidos. Luego se van, olvidando a Singer como se olvida un odre vacío después de una fiesta etílica.

    Ni siquiera Mick, que está tan enamorada de él, se da cuenta de las necesidades de comunicación de Singer.
    Solo Brannon ve cómo la gente de la ciudad ha elevado al sordomudo a la categoría de dios casero:


    "(...) la manera como Blount y Mick le habían convertido en una especie de dios casero. Debido al hecho de que era mudo, podían atribuirle todas las cualidades que querían que tuviera. Sí. ¿Pero cómo podia producirse un fenómeno tan extraño? ¿Y por qué?". (Segunda parte, cap. 8).


    Por la soledad de la incomunicación. Así, Jonh Singer muere siendo una leyenda viva, porque todo aquel que le conoció hubiera jurado sobre fuego que Singer era un tipo que sabía escuchar.

    Sin embargo, ¿Singer comprendía a los demás o era el pozo sin fondo donde el abismo absorvía las penas ajenas? Seguramente creyeron en la ciudad que se había suicidado por eso, por haber acumulado en su alma tanta miseria ajena.
    Al menos eso es lo que podrían pensar. Y que Singer era el hombre que sabía escuchar. Todos lo creían así, y jamás se desengañaron. Nunca supieron qué pensaba o qué sentía John Singer.
    No les importaba.
    Lo más triste es que despedimos a
    los personajes sabiendo que ni siquiera se han dado cuenta de lo que Singer pudo significar en sus vidas.
    Se marchan sin aprender la lección.
    Lástima.

    Carson McCullers (1917 - 1967)


  4. viernes, 1 de enero de 2010



    La Casa de la Troya: una estudiantina recuperada

    Las encantadas islas de Melville

    Humbert Humbert y la fidelidad ninfúlica

    La vida artificial o el mito de Frankenstein

    El verdadero final de la Bella Durmiente, de Ana Mª Matute: Un matrimonio de cuentos de hadas








  5. Si bien el adulterio es un tema muy antiguo en la literatura, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, de la mano de la novela realista, cuando adquirió mayor transcendencia y profundidad en su tratamiento. Son aventuras, desventuras y tribulaciones de unas mujeres protagonistas que cometen adulterio y cuyo punto de inflexión es el tedio y, en la mayoría de los casos, la negación de los convencionalismos sociales más arraigados, especialmente los que confieren al matrimonio.

    Veinte años y casi 3.000 kilómetros separan a las dos mujeres adúlteras más importantes de la literatura europea: Madame Bovary (Gustave Flaubert, 1857) y Anna Karenina (Lev N. Tolstoi, 1877). No fueron las únicas, pero sí las más afamadas. Cronológicamente les siguieron Luisa (El primo Basilio de José Mª Eza de Queiroz, 1878), Melanie de Caparoux (La adúltera de Theodor Fontane, 1882), Ana Ozores (La Regenta de Leopoldo Alas “Clarín”, 1884-85) y Effi Briest (Theodor Fontane, 1895), por citar a las más relevantes protagonistas, pero hubo muchas más, pues autores como Benito Pérez Galdós o Émile Zola pasando por Nathaniel Hawthorne, Honoré de Balzac y Stendhal les dedicaron inolvidables páginas.

    Los novelistas veían el adulterio como un hecho social más que individual, por lo que estas novelas invitaban a la reflexión en una época donde los matrimonios concertados eran lo más habitual, donde la mujer recibía una educación insuficiente (las heroínas esperan una educación por parte de sus cónyuges dada su habitual juventud al contraer matrimonio, como en el caso de Effi Briest), o una educación inadecuada (casos de Ana Ozores o Emma Bovary, educadas aquella desordenadamente y esta por encima de su nivel social1), una época donde la lectura exacerbada de novelas románticas provocaba una serie de ideales en la mujer que fatalmente podían encajar en una sociedad hipócrita e injusta… Y tal vez para reflejar mejor todo ello, como señala José Carlos Mainer, «la narración de los adulterios hace más hincapié en las escenas de seducción, en los motivos de la insatisfacción femenina, en el primer enfrentamiento de los cónyuges, en la repercusión social de la noticia, en el drama del casado engañado o en el triste destino de la heroína»2.

    Ciertamente la mujer de la novela de la segunda mitad del XIX incurre en adulterio principalmente por esos motivos: una educación inadecuada y una lectura excesiva de novelas románticas que conllevan a una serie de ideales que, al no verse reflejados en la realidad, conducen a la frustración (George Sand pone de moda el concepto de “mujer incomprendida” frente al modelo de esposa y madre). Todo ello provoca monotonía, rutina, aburrimiento ante la vida, el tedio famoso del que todas las heroínas de estas novelas se quejan. Expresiones como “hastío eterno” o “tedio horroroso” podemos verlas en La Regenta, y en pensamientos de Ana Ozores, que van más allá al considerar su existencia como una estupidez (“¡Qué vida tan estúpida!3).

    El fantasma del adulterio que comienza a rondar por la mente de estas mujeres hace que presten más atención a quienes les rodean. No tardan en hallar a un hombre en cuya apariencia o carácter ven un ideal; un ideal forjado en novelas románticas que abonan el terreno de la seducción. Ellas entonces comparan su vida actual con lo que podrían llegar a vivir e, inevitablemente, desprecian su existencia, se avergüenzan incluso de sus maridos. Y ese rechazo íntimo al medio es definitivo para avanzar un paso hacia el engaño, hacia la sutil promesa de una nueva vida. O simplemente hacia el placer que las exima de la realidad.

    A toda esta lucha interior hay que añadir la destructiva influencia del medio social y cultural. La doble moral imperante en la sociedad castiga a la mujer casada que abandona a su marido después de haber cometido adulterio, mientras que deja impune al hombre que la ha seducido. El castigo a sus heroínas es, por otra parte, algo que dejan patente todos los autores mencionados. Así, una Emma Bovary desdeñada por sus amantes4 se suicida por ingesta de arsénico debido a las deudas contraídas; Anna Karenina, acosada por los celos, la falta de interés de Vronski y el desprecio de la sociedad, se lanza a las vías del tren; Luisa5 muere de fiebres nerviosas (raro es la protagonista adúltera que no padece de fiebres nerviosas)… Sin olvidar los duelos, y sus consecuencias, entre maridos y amantes6.

    Por tanto, simbólicamente la gran mayoría de las relaciones adúlteras en estas novelas tienen como principio y fin la sangre: Rodolphe vio por primera vez a Emma Bovary sobre una palangana de sangre y sobre un fondo de sangre se conocen Anna Karenina y Vronski. Pasión y muerte, siempre unidas. Incluso ya bien entrado el siglo XX, D. H. Lawrence en su novela El amante de lady Chatterley hace que su heroína, Constance Chatterley y Oliverio Mellors, el guardabosques, principien su relación con sangre de por medio7.

    Sin embargo, bajo cierta perspectiva, algunas quedan redimidas en su culpa. Por ejemplo: Melanie de Caparoux8 es perdonada por su marido, Ezequiel van der Straaten -quien comprende que su mujer no se casó con él por amor-, y por la sociedad al quedar patente que el amor entre Melanie y su amante, Ebenezer Rubehn, es sincero, real, y no simplemente físico. Effi Briest9 es víctima de los convencionalismos sociales pero muere perdonando a quienes la dañaron. Y Ana Ozores, que solo en apariencia queda derrotada por la sociedad, puesto que Vetusta no logra domeñar su alma. Ana recibe un castigo material que hace resaltar aún más su victoria moral sobre Vetusta. Y no deja de ser curioso el hecho de que no sea Ana quien reciba el castigo, sino su marido, Víctor Quintanar. Este muere en el duelo que le enfrenta al amante de su mujer. Probablemente con este desenlace Clarín quiso dejar patente la irracionalidad de los presupuestos morales de Vetusta.

    En consecuencia a esa irracionalidad, la sociedad no perdona la falta de hipocresía en las heroínas. El medio social las va cercando hasta el fatal desenlace. Así, el suicidio de Anna Karenina nos da la clave sobre la dificultad de realizarse o de alcanzar la felicidad en relación a la moral pública. Dificultad, que no imposibilidad, pues Tolstoi desarrolla una historia en paralelo a la del grupo Anna – Vronski – Karenin, la de Liovin y Kitty Scherbatski -con Vronski como vértice y punto de unión de ambos grupos10-. Mediante la contraposición de ambos núcleos argumentales el autor nos brinda su mensaje moral, que no es otro que el de demostrar que el matrimonio que no se basa en el equilibrio entre amor físico, en la capacidad de sacrificio y en el mutuo respeto está abocado al fracaso. Esta es la razón del por qué las relaciones entre Anna y Karerin y entre Anna y Vronski fracasan. El amor no puede ser exclusivamente carnal, porque eso implica egoísmo, y el egoísmo no crea, destruye. Un concepto similar plantea Theodor Fontane cuando hace que, en su obra La adúltera, Melanie y Rubehn sean perdonados por la sociedad.

    Por otra parte, sería una inmoralidad por parte de las sociedades en las que viven Ana Ozores o Anna Karenina que se las castigara por enamorarse de un hombre que no es su marido, puesto que las damas elegantes de esas sociedades estaban envueltas en sus propias aventuras adulterinas, aunque siempre en secreto, bajo un tupido velo… como Emma Bovary, que siempre que se cita con sus amantes jamás se olvida de llevarlo. Mujeres con esa doble moral del engaño y que tratan de incitar a las heroínas las encontramos, por ejemplo, en las figuras de Visitación o Leopoldina (en La Regenta y El primo Basilio, respectivamente). Pero Anna no lleva el velo del engaño, es una mujer franca, transparente. Y son precisamente su franqueza y su transparencia las que la llevan al desastre.

    Como decíamos anteriormente, la sociedad no perdona la falta de hipocresía, pese a que sus decretos sean temporales y varíen según las épocas. La moderación de las conveniencias burguesas acaba por imponerse para ocultar los males que corroen a la sociedad; una sociedad que, debilitada por sus solapados comportamientos morales, acaba por denunciar a la literatura romántica, pues desde el punto de vista del Realismo y del Naturalismo, estas obras constituyen en su mayoría una denuncia ideológica de los desequilibrios y excesos del Romanticismo. Y las víctimas son las mujeres. Mujeres que buscan rehacerse a sí mismas y que para ello han de huir de la falsedad de la situación que las rodea, pero cuya falta de educación como seres independientes les corta las vías de escape, e inevitablemente, yerran en sus actitudes. Ellas caen, y les sobreviene el castigo. Aunque no conviene olvidar que fueron novelas escritas por hombres que, si bien trataron de poner en tela de juicio el papel de la mujer en la sociedad decimonónica, también inevitablemente como hombres trataron de ahondar en la psicología femenina, recreando desde su perspectiva masculina el papel de la mujer insatisfecha que no se conforma con su restringida posición tradicional dentro del matrimonio y que aparentemente solo piensa en evadirse del aburrimiento y de una existencia sometida a unas reglas impuestas, en su mayor parte, por el hombre.-



    1 De hecho, Mme. Bovary madre guarda cierta prevención contra su nueva porque la considera “demasiado empingorotada para su posición de fortuna”, cap. 7.
    En el caso de Ana Ozores, la educación que le da su padre, Carlos Ozores, es desordenada, libre y constituida bajo una represión moral excesiva por parte de Camila, el ama, y sus hipócritas tías, doña Águeda y doña Anunciación Ozores. La educación tanto de Ana como de Emma les confiere una serie de cualidades que son poco comunes al medio donde viven, por lo que se sienten solas en esa sociedad gregaria y homogénea que las rodea. Algo similar le sucede a Melanie de Caparoux, que es educada en la Suiza francesa y “todos los rasgos amables del carácter francés estaban reunidos en su persona. ¿Quizá también sus debilidades? Nada sabemos de ello”(Capítulo 1).
    2 La escritura desatada, ed. Temas de hoy ediciones, 2000. Pág. 183.
    3 Alas “Clarín”, Leopoldo. La Regenta, cap. 3. Precisamente sobre el aburrimiento en Vetusta versa la primera conversación entre Ana y Álvaro Mesía.
    4 Rodolphe Boulanger y León Dupuis.
    5 Eza de Queiroz, José María: El primo Basilio. Ed. Alianza Editorial, Madrid, 2004.
    6 En tres de las novelas citadas en el artículo se llevan a cabo duelos: en Anna Karenina de TolstoiLa Regenta de Clarín (Víctor Quintanar vs. Álvaro Mesía) y en Effi Briest de T. Fontane (Geert von Insstetten vs. Crampas). (Karenin vs. Vronski), en
    7 Lawrence, D. H.: El amante de lady Chatterley, ed. Alianza Editorial, Madrid, 2006. Capítulo VI.
    8 Fontane, Theodor: La adultera, Ed. Alba editorial, s.l.c., Barcelona, 2001.
    9 Fontane, Theodor: Effi Briest, ed. Muchnik editores, S.A., Barcelona, 1998.
    10 Kitty, antes de contraer matrimonio con Liovin, estuvo enamorada de Vronski, quien a su vez, de algún modo, la abandonó por Anna Kanenina.